domingo, 28 de julio de 2013

Una estrategia psicológica

Estrategia psicológica

El paradigma en una sociedad paradigmática


¿Por qué el título es así? ¿Vas a hablar de psicología? No. Se llama así porque creo haber hecho una especie de jugarreta psicológica, sin la intención de querer hacerlo. Lo hice pero me di cuenta que había hecho esta especie de estrategia psicológica al otro día. La he nombrado: bajar un escalón para que el otro baje dos escalones.
¿De qué se trata? Básicamente de reconocer errores para que el otro reconozca los suyos. Nada de misterio tiene esto. De hecho debería ser algo normal, pero no lo es.



Hoy en día estamos en una sociedad, en algunos aspectos, beligerante. No hace falta ver que desde muchos aspectos la sociedad está algo dividida. Ya no solo el fútbol nos separa en una suerte de castas, en donde el hincha del mejor equipo puede opinar o burlarse y el hincha de un equipo menor tiene derecho a permanecer en silencio. Ahora este aspecto se ha transpolado a la política o, mejor dicho, a los ideales políticos. Uno puede sostener su discurso político pero inmediatamente habrá un detractor que no solo devalúe el argumento de una persona, sino, también, a la persona. Lo cual es un error.
Está bien, los ideales no se pueden separar de la persona, pero si podemos separar características físicas de los ideales. No hace falta decirle “negro” a un tipo que es de ideología de “izquierda”. A eso voy. Porque eso es lo que se está dando mucho en la discusión o el debate hoy en día.
Muchas veces se escucha en un debate subido de tono que uno agrede al otro, pero aludiendo a cosas personales. Ya no se trata de rebatir la postura argumental, se busca herir a la persona con lo más bajo que se encuentre.

Entonces ¿Cuál es el resultado? El resultado es algo así:

A: —Yo estoy a favor del aborto. Porque creo que las mujeres deben decidir.
B: —Callate si vos sos un nazi y además con esa cara no podés opinar.

Típico. Este es el debate que se da. Usted pensará que es de alto vuelo, pero no se deje engañar.

Este es, como quién dice, un “flagelo” en la sociedad. No es tan grave, pero genera un vacío en las mentes venideras. Esto es porque nos ven debatiendo así y ellos, los jóvenes, replicaran con el mismo énfasis estas líneas argumentales nulas. No dirán nada. Dentro de diez años nuestros hijos y sobrinos no sabrán ni defender con las palabras lo suyo. Es una visión un poco fatalista. Pero sólo estoy advirtiendo.
En este contexto es dónde nos tenemos que mover. Hoy en día los argumentos están devaluados y cada uno prefiere evitar el desasosiego que genera discutir con alguien que no está de acuerdo con nosotros. El desacuerdo hoy en día es generador de coacción: tanto verbal como física.


El otro día estaba parado en el umbral de un bar. Esperaba a que den las diez de la noche para que empiece un show que estaba a punto de dar. El ríspido frío de otoño hizo que no parara de  refregarme las manos. El interior del bar, que estaba detrás de mí, hacía que mi atmósfera se impregnara del abucheo.
Mientras me fumaba un cigarrillo, pensaba. Solté el aire. Mis ojos se tiñeron de esa humareda grisácea. La gente pasaba casi ciega de un lado a otro. Me abaniqué la cara para dispersar el humo. Los autos que arrancaban raudos al darse la luz verde. Seguía fumando y esta vez daba una bocanada más profunda. Los abucheos se incrementaban: había más gente. Se acercaba más gente a donde yo estaba. Solté el humo contenido. Un contingente de personas que conocía de hace tiempo se apersonó.

Saludé una por una a las personas que integraban ese grupo. Dentro de estas personas estaba una chica con la cual había tenido un conflicto tiempo atrás y que, después de meses sin verla, me reencontraba con ella ese mismo día y en ese lugar.

No importa tanto el conflicto que tuvimos sino lo que voy a contar a continuación.

La vi. Estaba con el novio. El novio me saludó y entró al bar. Di una pitada a mi cigarrillo. Ella sacaba un cigarrillo y lo prendía y el chic chic del encendedor soltaba una larga llamarada. Yo la miraba. Di otra pitaba para tomar coraje. Ella acercó el cigarrillo a su boca y las pitadas tiñeron de rojo fuerte la punta del cigarro. Dio una rauda pitada. Aspiró un poco. Yo la seguía mirando y pensaba unos segundos más en cómo iba a encararla. Abrió la boca para contener ese humor blanco amontonado. Me rasqué la nuca. Dudé unos segundos. Seguía midiéndola. Ella Soltó el humo de un solo tirón y pude ver otra vez esa pantalla gris que difuminaba el firmamento. Caminé un paso, me decidí. Ella puso el cigarro en su boca. Caminé otro paso y dejé mi cigarrillo reposando entre mis dedos. Ella aspiró. La punta de su cigarro se tiñó de rojo.

—Disculpá ¿Puedo hablar con vos? —la interrumpí y su cigarrillo quedó colgando de su boca y sus ojos se abrieron de par en par.
—Si. Dale.

Le comenté que, tiempo atrás, cuando habíamos tenido el conflicto, tuve cierta responsabilidad. Le pedí disculpas por mi equivocación, fue un error. Le aclaré que yo no tenía maldad en mi accionar y volví a reiterarle mis disculpas. Quiso hablar y levanté la voz para interrumpirla. Continúe y le aclaré que me había dolido que ella publicara mi error en una red social. Le dije que soy una persona con la cual se puede hablar tranquilamente y de todo. Ella me reconoció su error y me pidió disculpas.

Ambos expusimos nuestros argumentos y nuestros pareceres. Ambos nos pusimos en el lugar del otro. Ambos llegamos a un acuerdo, al dificultoso consenso.
Pero llegamos a consensuar no porque hay que quedar bien. Fue porque ambos entendimos y comprendimos los errores. Llegamos al consenso, también, porque expusimos ideas claras y ninguno atacó características personales, sino que atacamos el problema.


Pero a todo esto ¿por qué la “teoría” se llama: yo bajo un escalón para que el otro bajé dos escalones?
Muchos piensan que, hoy en día, asumir los errores y responsabilidades es rebajarse hacía la otra persona. Y esto no es así. Es todo lo contrario. Nuestra psiquis funciona con cierto grado de culpa (esto no lo sé, pero lo presumo). Entonces imaginate esto: viene un sujeto y te dice: “Me equivoqué, pero vos también te equivocaste”. Vos te ubicas en el lugar de: “Este tipo asumió su error y me está pidiendo que asuma los míos que encima son verdaderos”.
Entonces el receptor de la declaración, siente la culpa de que se ha equivocado. Pero también siente que no tiene nada para decir. Que ya todo se ha dicho. Solo queda dar explicaciones al respecto y pedir otras disculpas.
Aunque quizás no haya explicaciones, si es muy probable que se dé esto de bajar escalones. Cuando yo dije que uno baje un escalón, quiere decir que uno esté dispuesto a asumir sus responsabilidades. Entonces la otra persona las recibe. Recibe tanto los errores suyos, como los propios. Entonces baja dos escalones.


Para resumir la idea, quiero decir que esta bueno demostrar que uno se ha equivocado, antes de señalar que el único que se equivoco es el otro. Reconocer los errores de uno hacen que el otro tome otra postura, porque no espera que la gente de hoy actúe así. No me refiero a que esto sea una estrategia psicológica para ganar una compulsa, para demostrar quién tiene razón. No. Se trata de ganar la batalla contra la hipocresía. Porque siempre hay un error nuestro detrás de las reacciones de los demás. Pero es más fácil decir que el otro está loco y no asumir que pudo haber algo que uno no ha hecho, o algo que uno ha hecho mal. Nadie se rebaja a nada. Todo lo contrario: uno se agiganta cada vez más, tiene más grandeza asumir los errores que encarar la guerra más terca hacia una verdad inexistente.


SALUDOS!!!!



miércoles, 24 de julio de 2013

La amistad 2.0: el análisis que me debía.

La amistad 2.0

un análisis tardío, pero que tenía que publicar



Ha pasado el controversial día del amigo. Digo controversial porque algunos dicen que no existe el día del amigo, que es todo el año, y otros dicen que es necesario sostener esta convención para tener una excusa para juntarse.

Yo soy de los que creen que el día del amigo no tiene día o fecha. Pero también soy de los que creen que los cumpleaños y demás cosas no deberían celebrarse. Por una cuestión obvia.

Ya he mencionado en el primer posteo este dilema; no voy a volver a tocarlo. Pero si decir, o reiterar, que no es justo saludar solo en cumpleaños y después nada.

Hoy en día las redes sociales casi que ayudan a mantener esta convención viva. Siempre que entramos a Facebook, nos avisa que fulano de tal cumple años. Entonces la casilla, muro y demás se llena de mensajes superfluos que dicen “feliz cumple”. Fin del contacto.

Entonces pensar en estas cosas nos dispara un nuevo dilema: la amistad.

Es muy fácil para nosotros considerar o no considerar a alguien como amigo. Sólo nos distancia un click. Eso es ahora. Esa solicitud de amistad enviada indica que esa persona pertenece a ese círculo de amigos tuyo. Pero no es tan así, pero a veces si es tan así.

Lo cierto es que Facebook abrió todavía más el análisis sobre la amistad. Antes el campo estaba tan bien delimitado y hoy en día está tan difuso. Es mucho más amplio.

Antes para ser amigo había que compartir secretos, andanzas o hacer algo que mereciera la pena ser amigo de esa persona. Había un motivo claro representado en acciones. Hoy en día no es tan así. Basta con conocerse, pasarse el Facebook y pertenecer a una clase de “pseudo-amigos”.

Algunos me dirán, casi con aires quijotescos: «pero si yo a estos no los considero como amigos, solo están ahí para que me pueda comunicar y mostrarme mejor». Si, esto es así. Pero esta definición se deforma cuando hablamos con alguien, que no conocemos, y entablamos una relación de amistad cibernética profunda. Le contamos nuestros pensamientos, anécdotas, situación actual, etc. ¿Entonces no hay amistad ahí o sí?

Pero la cancha se embarra más todavía si pongo de manifiesto que un amigo de Facebook te ha eliminado. Entonces ahí casi que dentro de uno se producen una serie de peleas bizantinas en dónde dice: « ¿qué le habrá pasado a este tipo para que me eliminara? ¿Le habré hecho algo?». Entra en nosotros casi un sentimiento de culpa por la pérdida inexorable de este amigo.

Pensamos que quizás hemos comentado con desatino, o que no hemos respondido sus mensajes, etc.


Entonces los amigos de Facebook ¿Son o no son?
Si los tenemos nos generan sosiego. Si nos eliminan nos ponemos quejumbrosos.

En mi opinión personal, por el uso que le doy, ningún amigo cibernético o de Facebook, va a ser mi amigo si no lo conozco. No le doy ese uso. Así que no voy a hablar de mí en esta oportunidad.

Creo que los amigos de Facebook son amigos. Pero son otra clase de amigos. No los que siempre tuvimos y que cada tanto vamos a comer una pizza.

Nos importa, de estos, lo que nos puedan ponderar. Esto es la importancia que le den a nuestros aportes o no. O lo que nos aporten en la inmediatez.

Dicho de otra manera: cuando una persona me escribe un mensaje diciendo que tiene un problema y yo se lo resuelvo (sea cual sea). Ese “cariño” adquiere valor por lo inmediato. O sea, que establezco una amistad porque hablé y le solucioné vaya a saber qué. Soy su amigo porque adquiero un carácter utilitario.

Por ejemplo: es muy común que con nuestros amigos de carne, a penas los veamos, nos acordemos de algo que pasó hace años. Entonces este afecto es más sentimental, está intacto en la memoria. En cambio en Facebook el cariño está dado por si ayudo o no ayudo, o por si aporto o no aporto. Si eso que aporté tiene valor en lo inmediato. Entonces este afecto tiene que ver con el uso.


Para mí ni está bien y ni está mal. La verdad es que Facebook lo único que hizo es replantear o modificar o cambiar las relaciones (o, en este caso, las amistades). No hizo que los que pertenecen al ciberespacio no sean nada y que sus comentarios no valgan. Hizo que tomen otro tinte.


Este debate quizás lo continúe en el próximo. Hoy estuve escribiendo en total casi cinco horas. Pero quería dejar algo, aunque sea mínimo.

Sólo nos queda pensar en la posibilidad de pensar que las relaciones ahora tienen vericuetos más conflictivos: hay más lugares en dónde esa relaciones se puede fortalecer o despedazar.



Entonces ¿Es bueno o malo?

viernes, 19 de julio de 2013

El perdón después de la traición

El perdón después de la traición

Un historia real que nos platea nuevas dudas




Hace ya varios meses me llegó la noticia de que un amigo que se había separado de su novia. Mi amigo y su novia dejaron una relación de dos años que iba encaminada. Tanto es así que ya estaban conviviendo.
Mi amigo —vamos a llamarlo Martín—, me llamó un día por teléfono. Noté cierta desazón en su voz y supe de buenas a primeras que la noticia no iban a ser gratas. Como esa sensación que se tiene cuando un profesor de secundaria, antes de darte la nota final, expele el aire entre dientes haciendo un sonido de “ssssss” mientras estira los labios y aprieta los dientes. Mi amigo me confesó todo de un tirón: ella lo había engañado con su anterior pareja.

Los vericuetos que había en aquella historia eran varios. Historia que me contaría con lujos de detalles en un bar entre Bompland y Honduras. Martín estaba acompañado de su cuñada. Su compañía me llamó la atención, pero no hizo mella en mis juicios.

Martín, ya repuesto y seco de lágrimas, me dijo:

— Ella se fue con el papá de Belén.
— ¿¡Qué!?
— Si. Se ve que se mandaban mensajes cariñosos y bueno ella aflojó. Se le removieron los recuerdos y aceptó en verlo. Nunca me iba a imaginar esto. En fin. Un día veo que se ilumina la pantalla del celular. Lo agarro con la intención de alcanzárselo a ella. No pude resistir la tentación de ver quién era el destinatario. Si. Era él, el ex, el papa de la hija de ella.

Hubo más detalles aquel día. Detalles que no importan tanto. Algunos insultos, ademanes, planificación de venganzas, cervezas. La cuñada cada tanto acotaba, imbuida por el enojo y la sorpresa. Casi sentenciando decía que cómo su hermana podía hacer esto sin pensar en su hija. Yo la miraba un poco reacio. Sentí un dejo de oportunismo.

Pude entender que ese oportunismo, o vaya a saber qué era, se debía a que la cuñada salía con la ex pareja de la ex novia de mi amigo. Sí, es complicado. Para entenderlo mejor lo voy a decir de otra manera: mi amigo salía con una chica. “Esta chica” tuvo una pareja con la que concibieron a  un hijo. La expareja de “esta chica” noviaba con la hermana de “esta chica” ¿Ahí se entendió mejor?


La noticia me había impactado bastante. No tanto por la infidelidad, sino porque mi amigo le había dado un techo y un cuidado a su hija. Cuidaba tanto a su hija que oficiaba de padre, ante la ausencia del padre biológico.

Uno quiere tanto a sus amigos que solo les desea las buenas noticias para ellos. Pero cuando llegan las malas trato de dar lo que puedo. Esta vez me tocó dar un oído y buenos consejos.

Seguí sumido en la sorpresa tras la noticia. Pensaba en cómo podían pasar estas cosas. O, mejor dicho, como alguien puede menospreciar de esa forma el amor y la ayuda que se le brinda.

Llamé a Martín un día para saber cómo andaba. Hablamos de cosas sin sentido y otras de vital importancia. Le aconsejé que se alejara de ella y de su familia por más buena relación que tuviera: era peligroso. Además le presagié que la hermana de su expareja me generaba ciertas sospechas y le di mis motivos.


A los pocos días recibí un llamado. Era Martín. Supuse que estaba mal y necesitaba mi compañía. Lo atendí.

Para mi sorpresa mi amigo se había reconciliado con su expareja, que ahora ya había dejado de ser “ex” para pasar a ser pareja.

Cuando me junté con mis otros amigos, que son también amigos de Martín y les comenté todo el trajín de la situación: el engaño, los consejos, la desazón y la reconciliación.  Generó en mis amigos cierto resquemor ¿cómo va a volver después de lo que esta “flaca” le hizo? Lo cierto es que este comentario hizo que tuviéramos varias discusiones bizantinas. Los argumentos eran variados y cada uno tenía sus razones para sostenerlos.

— Pero ella se cagó en lo que sentía Martín y él la perdonó igual. Yo la hubiese dejado ahí. Hago mi vida de vuelta —decía Sofía en un tono perentorio.
— No sé hace dos años que estaban juntos —acotaba Esteban tratando de amenizar el ambiente— como para tirar todo a la basura. Pero por otra parte es jodido volver a verla a los ojos después de eso. No sé, yo ya no entiendo nada.

Y lo que dijo Esteban resume lo que todos pensamos: ya no entiendo nada.


A los pocos días hablé con Martín para obtener un poco más de claridad en mis pensamientos. No entendía esta nueva faceta del ser humano. No cabían en mi mente la traición y el perdón. O, si coexistían, lo hacían pegándose codazos.

Para nosotros es muy difícil perdonar tras una traición. Porque siempre lo que pesa es la traición y no el hecho o el error. Y es entendible. Perdonamos casi como si existiese un formulario que nos da el devenir de nuestra actitud. Casi siempre perdonamos pero nos queda ese resquemor y es necesario hacerle sentir eso. ¿En eso consiste el perdón? No. ¿Consiste en la absolución de todos los pecados y en la absolución eterna? No necesariamente.

El error muchas veces suele ser condenable; la traición es requisito para el destierro ¿Es así?

¿Estamos dispuestos a vivir cargando una traición que nos han hecho? No lo creo. No tenemos tanto aguante.

Y a todo esto ¿Qué es una traición? Sin ir al diccionario podríamos decir que es todo acto voluntario pergeñado contra alguien. Y de ahí radica nuestra dificultad para perdonar la traición: porque es un acto consciente. Y en cierta manera lo celebro. Yo tampoco perdonaría una traición.


El hecho es que Martín si fue capaz de perdonar una vil traición. Como bien dije me explicó sus motivos cuando nos encontramos:

— Lo que pasa es que cuando vos te separas de alguien, te separas de toda su vida: de su familia, de sus hijos, de sus amigos, etc. Y es difícil porque uno toma cariño. Y yo tomé cariño de su hija. Los días en que ella se fue no pude dormir tranquilo. Me levantaba cada dos horas para revisar que la hija esté durmiendo tranquila. Cuando me daba cuenta de que la hija ya no estaba y que mi control era inútil, me entristecía. Es duro, pocos me entenderían. Muchos me dirán que soy un gil, que por qué volví si me re cagó, que esto que lo otro. Pero es difícil. Bancarse tanto dolor es difícil.

Si uno analiza el discurso —discurso lleno de dolor— encuentra cierta veracidad. Hasta me animaría a decir que es muy razonable. Casi que muchos haríamos lo mismo, o la gran mayoría que dijo que no lo volvería con su pareja, bajo estos argumentos, lo haría.


La cuestión aquí no es si existe o no el amor. Yo soy uno de los que creen que existe. Pero se presenta de una manera que es distinta a la figura poética que muchos autores han sabido ilustrar. El amor es tanto así como uno quiera. Es una definición muy laxa, pero no. Yo creo que no existe la definición precisa. Aunque creo que si hay una definición propia. La mía es que no existe el amor, salvo el amor a uno mismo.

Erich Fromm ilustra esto magníficamente en su libro El arte de amar. Fromm dice que no puede existir el amor si primero no hay amor a uno mismo. De forma tal que amarnos tanto nos permita entregar amor genuino y que tenga valor.


La manera más difícil de vivir es ir en contra del amor. En todos los órdenes de la vida. Y aquí nace esta pregunta que usted debe resolver: ¿Es correcto perdonar traiciones si traen amor a uno mismo?


SALUDOS!!!



sábado, 13 de julio de 2013

Matar al marido: minimizando el dolor

Minimicemos el dolor: ¿Será posible?




I

Hoy a la tarde estábamos mirando un poco de televisión con mi pareja. Entre besos y mi dedo pulsando el botón para cambiar de canal, íbamos haciendo un zapping un tanto verborrágico. Era tal la velocidad del zapping que el cambio entre todos esos canales parecía armar un discurso: «Estamos-En presencia-Lados-Quien quiere-Saber hasta-Platos de madera-Sí. Quiso mandar a un sicario-¿Podrá ganar?»

—Pará, pará ¿podés volver? Poné el canal anterior. No ese no. Anda adelante. Sí, sí. Ese —dijo ella con la voz un poco encolerizada al ver que yo no podía concretar su pedido.

Lo cierto es que entre la vorágine de canales había uno que anunciaba algo interesante en el corto lapso en que les permitíamos a cada canal de televisión hablar. En ese breve tiempo en que esbozaban tres o cuatro palabras hubo uno que dijo algo interesante.

Miramos y escuchamos con detenimiento la noticia de una mujer que fue filmada por una cámara oculta del FBI. Vimos cómo metódicamente un agente del FBI, caracterizado como un sicario, aceptaba la oferta de una mujer —a partir de ahora llamaremos a la mujer como “Lily”— para realizar un trabajo: matar al esposo.

La noticia transcurría en EEUU, patria de personas que, nosotros los latinos, los miramos con un poco de extrañeza. No nos importa su idioma exacerbado, sus ropas largas, sus cadenas angostas y pesadas de oro —ellos dicen que es oro puro—, o sus cientos de vejámenes contra la humanidad. Espero, señor lector, que haya comprendido la ironía.

En EEUU conviven muchas clases y corrientes de pensamiento muy distintas a las nuestras. Un hombre puede aniquilar con total libertad a centenares de personas y luego de ser condenado, se filma la  película de este loco. Las películas siempre son taquilleras y recrean exactamente cómo este maniático con problemas en su familia, que sufrió todo tipo de abusos y vejámenes en su vida, entra a una sala de cine, con una ametralladora. Sí, sí, ¡con-una-ametralladora! Entra bajo la mirada cómplice de vaya a saber quién. Entra sin que a nadie le llame la atención de que porte una ametralladora. Si, si, una ¡Ametralladora!

El desenlace de esta breve historia es obvio. Mata a todos y va en cana. Pero a ellos, los estadounidenses, esto les parece sensacionalista. Creen que destapan la historia de vida de una persona que ha sufrido y ¡paf! Convierten a este joven en un mártir que ha matado a cientos de personas bajo la voz de un dios del consumo llamado “capitalismo”.

Su reivindicación es en las mejores salas de los cines. Se pueden ver los efectos de la ametralladora con una nitidez o en un 3D impecable. Y seguro algún familiar desde la butaca dice con cierta risa socarrona « ¡Ese loco ha matado a mi tío! ¡No puedo creer que mi tío esté en una película! ». Cuanto cinismo.

En fin. Lily hablaba de matar a su marido. Pero prefirió encomendárselo a un sicario. Recuerden que el sicario era agente del FBI y que salió escrachada y ahora debe estar contando los barrotes (ya tengo clichés de película yanqui).

Lily daba hondas explicaciones al sicario de por qué había tomado esta determinación y se la comentó en pocas palabras. Lily contaba que para ella había sido una decisión hartamente pensada y difícil. Estuvo muchos años meditando y por fin se decidió. Expuso, con lo que para mí fue un atino increíble y luego explicaré por qué, que prefería una salida rápida. Prefería ahorrarse a ella el dolor de decirle a su esposo que quería el divorcio y la confrontación del mismo, le ahorraba a su marido el dolor de tener que oírla diciendo que su amor ya no era el mismo y todos esos clichés. Se ahorraba las explicaciones a su familia, a sus amigos y a sus compañeros de trabajo de por qué lo había dejado. Ni que hablar de aquellos que indagan hasta el hueso los porqués de cada cosa. En definitiva ahorraba explicaciones y dolor.

Pero aquí se plantea lo más jugoso de la nota. Claro no lo plantean los periodistas. Si no yo. No planteo el asesinato como solución a todos los problemas, algo más allá. Creo.

Mi pareja horrorizada al ver esto me dice:

— ¡Que hija de puta! ¿Cómo va a mandar a matar al marido? Por qué no le dice que quiere el divorcio y listo.
— Creo que tiene razón. No lo veo tan mal —dije. Y al decir esto me gané una mirada enemiga por parte de mi pareja.
— ¡Ay! No puedo creer lo que estás diciendo —exclamaba suspirando. Como si esta respuesta hubiese sido la peor declaración.

No voy a evitar confesar que estuve varios minutos explicándole a mi pareja que yo no estaba a favor de matar alguien, o de lo que bien dijo Lily: la salida rápida. Hasta que entendió que yo no le mandaría un sicario el día de mañana pasaron varios minutos y algunos besos ¿por qué no? Si nos queremos y cualquier momento es una excusa para demostrarle que la quiero, incluso los más inoportunos. Y hasta los más inoportunos son los mejores porque ayudan a salir de cualquier entredicho. Tome nota lector. Esa es una gran estrategia.

II

Creo aquí nace el eje central del debate: dolor y muerte. O quizás, mejor todavía: dolor y pérdida.

Todos queremos ganar, nadie perder. Todos queremos alegría, ninguno dolor. Eso está claro. Pero hay circunstancias en la vida que nos obligan a hacer un cóctel de emociones: Pérdida y alegría o Ganar y alegría.

NOTA: Pérdida y alegría: son esos casos en donde una madre sabe que su hijo se va a trabajar al exterior para ganar más dinero y siente ese dolor que es esa pérdida. Sin lugar a dudas la madre quiere que el niño crezca, pero se va. Sabe que volverá. Pero está, sin dudas, alegre por ese crecimiento.

Ahora nos enfrentamos a algo más complicado que es la relación entre la muerte y el dolor. No lo es para algunos, pero si es complicada su resolución. Lo que plantea esta mujer es un dilema moral y ético que excede nuestras aristas. Lo vemos desde nuestro sillón y el hecho de “aminorar” el dolor matando a ese ser que puede generarnos dolor, nos es imposible concebirlo.

Sin ir más lejos a mí me pareció una decisión totalmente acertada una vez que comprendí los motivos. Porque la mujer elegía entre su bienestar en todas las capas de la vida y en todos sus ámbitos a un costo alto.

No avalo, evidentemente, que se mate a otra persona. Pero el debate se esgrime en este punto: por qué nos es imposible que otra persona erradique su dolor tras una pérdida. Por qué debemos endilgarle todo  el dolor y pedirle, casi de rodillas, que sufra. Que sufra por qué eso se sufre sí o sí. Casi como si la cultura te pidiera a gritos que después de velar a tu hámster no comas lechuga porque simboliza la ofensa hacía el dios del hámster y vaya a saber uno cuantas cosas más. No nos cabe la idea de que alguien, ante la pérdida, no sufra. De hecho lo miramos y decimos “que maleducado, ya está con otra mujer, su esposa murió hace tres meses”.

Ahora los pongo en el plano contrario. Un hombre que lleva tatuado el lema “sufriré lo que necesite”. Casi que se propone a sí mismo lagrimear en una cafetería con tal de mitigar su dolor. Y muchas veces a nosotros, como espectadores de ese llanto, nos genera cierto malestar. A veces con desatino le decimos “Ya está. Ya pasó. Esto es lo natural. La gente se muere” y sentenciamos casi con hidalguía “superalo”.

¿Qué paso? ¿Soportamos que el semejante sufra o no? ¿Entendemos el dolor ajeno y el propio? ¿Entendemos que alguien este triste? ¿Entendemos esas decisiones que hacen los demás con tal de mitigar su dolor? Yo creo que no.

No estamos preparados para el dolor. La evolución olvidó desarrollar la capacidad para afrontar y entender el dolor ajeno y a veces propio. No generalizo.

Volviendo al caso. Lily planteaba este dilema: ¿me permito a mí y a él eliminar el sufrimiento y el dolor tras una pérdida? Muchas veces uno se para frente a las decisiones de los demás y no entiende el por qué. Pero todo se trata de alejar el dolor. La pregunta que ahora me hago es por qué no afrontamos el dolor con el respeto que merece, pero seguimos. Por qué una pérdida es capaz de aniquilarnos por unos meses. Nos paraliza. Nos deja quietos sin entender por qué la vida fue tan injusta con nosotros. A veces no sería más fácil “matar al marido, en vez de pedir el divorcio”

¿Por qué nos estancamos y no nos permitimos matar al marido? Porqué esta socialmente mal visto. Creo que en parte sí. Aunque cada uno aporta una gran cuota.

III

Para aquellos escépticos que están leyendo esto y reniegan de las bondades de la famosa “salida rápida” o cómo lo estamos llamando en este caso “matar al marido”, les confieso que hay atajos y atajos.

Cuando pensé esta pseudo-teoría sobre el dolor humano y sus entreveros, también consigne que no tengo en cuenta casos de atajos que sirvan de escape a las obligaciones.

Para explicar esto voy a proponer un ejemplo. Hoy a la mañana iba al médico en el auto. Mi papá manejaba y yo iba en el asiento de atrás y mi mamá oficiaba de acompañante. Mamá hacía un comentario para cada evento que desentonaba de ese rutinario itinerario. Había un eterno embotellamiento lo que hacía que esos comentarios tengan que ser, casi como una obligación, más a menudo. Hacía comentarios como si su trabajo o el bienestar de todos dependiese de eso: enseñarnos los defectos de la ciudad.

— Mirá todas las calles rotas —decía mamá señalando a través del vidrio que poco a poco se empañaba—. Mirá esos pobre nenes. Este gobierno tiene esas cosas que me ponen… mirá mejor no lo digo ¡Están robando! Seguro que ese pibe que está corriendo se robó algo… ah no. Estaba corriendo el colectivo.

Muchos de los comentarios eran al voleo y casi por necesidad. Necesidad de rellenar un espacio que ni mi papá ni yo estábamos dispuestos a llenar. Porque hablar a las nueve de la mañana no era cosa que nos agradara.

Mi mamá subía y bajaba el vidrio de su ventana para desempañarla. Todas esas gotas y esa capa grisácea adherida al vidrio se iban de repente cuando mi mamá bajaba la ventana por completo. Volvía a subir la ventana con el botón y, por arte de magia, la ventana estaba libre de todo empaño. Esto permitía que se nos revelara la ciudad con mucha más claridad.

Vimos a un pibe joven. De unos veinti-pico. El muchacho sostenía con una de sus manos una manguera que expelía agua hacía toda la vereda. No hizo falta más tiempo para dilucidar que era el encargado de ese edificio.

Mi mamá, encargada y jefa de los comentarios matutinos dijo:

— No entiendo. Este pibe con esa manguerita está empujando las hojas. Por qué no llena un balde o dos a lo sumo y listo. Corre todas las hojas de un soplido y santo remedio. Pero claro no lo hace porque es más trabajoso y como seguro habrá salido la noche anterior de joda. Mirá las ojeras. Claro ahora comprendo. Este salió de joda.

No sé cómo mi mamá fue capaz de enarbolar tantas teorías en un microsegundo. Me sentí superado por algún momento. Debo confesar que paso meses en analizar cada tema. Mi mamá en pocos minutos supo que estaba haciendo su trabajo mal, propuso un método más eficiente, dedujo que era haragán y que la noche anterior salió con sus amigos.

Entonces acá nos encontramos con la otra arista de “matar al marido”. A esta pequeña teoría la llamaremos “empujar las hojas”. No son muy ingeniosos o rebuscados los nombres pero ni Sartre tuvo tantas agallas para nombrar teorías con nombres así.

¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué empujar las hojas?

IV

Antes hablábamos de las salidas rápidas y de cómo muchas veces está mal visto que seamos “ventajeros” para paliar un poco el dolor o de angustia. Para gran parte de la sociedad debemos sufrir sorbo a sorbo el dolor tras una pérdida. El ciudadano a pie —como es conocido usted— diría « ¿este tipo pierde un familiar y se va a bailar? Querido anda a hacerle el velatorio. Tené un poco de respeto a la memoria». Lo cual es cierto pero no tanto.

Antes mencionábamos todo esto y entonces propuse la posibilidad de que hay “salidas rápidas y salidas rápidas”. Y es en este momento dónde entra en juego la anécdota del joven encargado. No podemos muchas veces escapar a nuestras obligaciones para encontrar sosiego. Entonces encausamos nuestras conductas hacía el facilismo y nos decimos a nosotros mismos el famoso “si total…”. Una frase que forma parte de nuestro léxico cotidiano. Una frase que muestra nuestro bajo compromiso y lo que estamos dispuestos a hacer con tal de no responsabilizarnos.

El joven habrá dicho «para que voy a llenar dos baldes, agarrar una escoba si total puedo usar la manguera para hacerlo». En efecto. Es un patrón normal y entendible.

Acá radica la distinción entre tratar de subsanar de alguna manera las heridas tras una pérdida y otra es hacer las cosas con el mínimo de esfuerzo para sacar provecho de las situaciones. Son dos cosas distintas.

“Matar al marido” corresponde a aquellas conductas que hacemos para mitigar el dolor. No está mal. Porque tampoco es justo que vivamos sufriendo y mastiquemos el dolor. Hay que seguir adelante. El ejemplo clásico es cuando mi abuelo, tras la muerte de mi abuela, su esposa de toda la vida, decidió, a las pocas semanas, buscarse otra pareja. Al principio nos pareció una burla. Con el tiempo entendimos que cada uno tiene derecho a vivir su vida si no lastima a nadie. Además hay que saber que cuando uno señala hay tres dedos que nos señalan a nosotros.

“Empujar las hojas” es esa actitud casi soberbia y ventajera que tenemos. Que no se busca mitigar ningún dolor. Se busca desatender las obligaciones para seguir durmiendo aunque sea quince minutos más. No digo que esté mal. Pero que no se queje cuando lo echan y contratan a una persona oriunda de China o Japón cuyas culturas se orientan al trabajo casi esclavo. Cuando hacemos esto lo que queremos es aminorar esfuerzos y desligarnos de nuestras obligaciones. No creo que ningún dolor se mitigue.

V

Hubo dos grandes libros que leí y que tocan de cerca estos tópicos: Crimen y castigo (Dostoievski) y Un mundo feliz (Huxley). El primero habla de la culpa y cómo una persona la afronta. El segundo cómo la felicidad a través de fármacos termina siendo un problema, con la eliminación del dolor la existencia se vuelve sin sentido.

En Crimen y castigo Raskolnikov (el protagonista) comete un asesinato para subsanar su situación económica. El dolor, la culpa y la desazón con las cuales se ve imbuido el protagonista le hacen replantear temas existenciales. En donde casi que recibe al dolor como un merecimiento y como lo justo por haber cometido tal asesinato.

En Un mundo feliz la población utópica ha tomado como idiosincrasia la eliminación del dolor por medio de fármacos —Huxley llama a estos fármacos soma—. La vida es perfecta: nadie envejece, todos son felices, todos contribuyen a la sociedad de acuerdo a lo que el gobierno prefiera. Porque cabe aclarar que en esta sociedad el gobierno programa genéticamente a las personas para que nazcan para determinada labor. Lo cual todo desencadena en una vida sin sentido y rutinaria. Pero los habitantes no lo notan. Lo nota una persona que llega a este mundo proveniente de “el mundo antiguo” (es decir el mundo actual en que nosotros vivimos, nuestra realidad). La confrontación entre: la felicidad inducida y entre el sacrificio eterno, hacen que el forajido no conciba este nuevo mundo como algo bueno.

Esto plantea un nuevo análisis, un nuevo puntapié inicial. Salvando las enormes diferencias. Aquí se plantea: felicidad extrema o dolor extremo ¿Qué debemos aceptar como paradigma? ¿Cuál de estas dos estratagemas? Creo que no hay respuesta acertada. Tratemos de acercarnos aunque sea un milímetro a la mejor respuesta.

Sufrimos la pérdida, de cualquier índole. Esto nos genera una enorme desazón. Ahora apliquemos la felicidad extrema. Tratemos de afrontar esto de una forma tal que el dolor quede totalmente erradicado. Consumamos algún fármaco para poder amortiguar la caída. Dejemos los velatorios, los pañuelos y las lágrimas para los tontos. Miremos horas y horas de series o películas de humor. Riamos hasta el hartazgo.

Vayamos al trabajo y ante la pregunta intempestiva de un compañero respondamos de la forma más agresiva. De manera tal de extinguir cualquier duda sobre nuestro estado de ánimo: somos hierro.

Como vemos no cabe lugar para nada. Las pérdidas no son pérdidas, sino un número. El dolor no se afronta con pócimas alquímicas o recetas de cocina. La única verdad es que no podemos evitarlo. Pero evitarlo de manera forzada no arregla las cosas.

Hay que recibirlo. Leer qué es para nosotros esa pérdida y configurar ese nuevo mapa. Asumir el dolor y hacer el duelo que necesitemos. Sin importar la mirada atenta de jefes y compañeros chismosos.

Afrontarlo de la manera más adulta, porque esta es la forma de superarlo y aprender. Ahí está el quid de la cuestión. En aprender. Evitarlo no demuestra un crecimiento. Evitarlo demuestra las pocas herramientas que tenemos para afrontar los problemas. Evitarlo demuestra lo desnudo que se está.

Ahora crucemos la vereda, veamos el dolor extremo.

Sufrimos una pérdida, de cualquier índole. Esto nos genera una enorme desazón. Lo afrontamos entendiendo que el dolor nos embandera. Que el dolor es nuestro leitmotiv. Lloremos descarnadamente en el velorio, en lo posible golpeemos con el puño el ataúd y gritando “¡Por qué!” repetidas veces (en el caso de que la pérdida sea la muerte de un familiar). Cuando alguien nos venga a abrazar, aturdamos su oído con frases ininteligibles. Que los mocos y las lágrimas nos desborden y hagan que las palabras sean sordas.

Volvamos a nuestro hogar y tirémonos en el primer sofá mullido que encontremos. Pensemos. Recordemos los buenos momentos. Sintámonos culpables. Recriminémonos una y otra vez las cosas que pudiéramos haber hecho. Sometámonos a la culpa y no hagamos nada durante el día o la noche.

Paguemos infinitas sesiones de psicología y en cada una de ellas repita “fue mi culpa”. El psicólogo tratará de invertir su postura, pero niéguese rotundamente.

En el trabajo miremos la computadora o los papeles como si la cara de nuestro difunto se dibuje allí. Que las lágrimas mojen los papeles y que la tinta se corra. Hagamos que nada se lea. Que las horas sean un tormento y que los días no se acaben. Cuando un compañero venga a hablar trague la congoja y hable como si la angustia todavía le estuviera carcomiendo las cuerdas vocales.

Vuelva a su casa. Échese en la cama. Siga llorando.

Esta faceta extrema nos hace ver que no es nada positivo. El dolor que se encarna desde la negación suele dejarnos en el mismo lugar, pero esta vez es peor, porque nos deja en un lugar de víctimas y vamos a la vida con esa mirada.

Afrontar las cosas como víctima, como cuando a alguno le roban y se siente desnudo en la avenida y llora: se siente como un niño.

Afrontar las cosas desde esta óptica nos paraliza. Hace que nos quedemos en el lugar. No queremos tirar los dados porque jugar nos da la impresión de que vamos a perder de vuelta. Y no estamos preparados para otra pérdida.

A veces se tiran los dados, las cartas no se miran, se compran cartones en el bingo con la conciencia de que perder es parte del juego y arriesgarse le da pimienta. No tiene sentido entrar al bingo y pedir los cartones ganadores. Probablemente te miren y te digan «No vas a creer que te la dejo fácil. Ganame». Porque una vida de fáciles logros y de penas prolongadas aburre, cansa y hacen que uno no entienda a qué viene todo esto.

No digo que busquen el camino más difícil. Hay que buscar el camino correcto.

Volviendo al tema. Expusimos dos puntas: felicidad extrema y dolor extremo. Ambos son nocivos para la vida. Y aquí es donde cabe mejor la teoría de “matar al marido”.

Sin ir más lejos cuando las pérdidas son tan significantes, el dolor extremo y prolongado no es una buena respuesta. Es ahí donde hay que plantearse si vale la pena un poco de quietud y sosiego. Hay decisiones que siempre estarán en la mira de algunos facinerosos, pero no por eso pierden validez. Como bien dije el ejemplo típico es cuando un viudo va a la búsqueda de otra pareja a los pocos meses de haber fallecido su esposa. Yo me pregunto ¿Debemos honrar la memoria por los siglos de los siglos amén? ¿O debemos congraciar en vida a las personas y no vivir rememorando?

Es curioso. Porque se festejan cumpleaños con mucha algarabía, pero el resto de los días se los tiñe de olvido. Muchos lo hacen y lo hacemos. Le damos entidad a fechas específicas y al resto de los días “si te he visto no me acuerdo”.

Entonces ¿qué es lo que estamos rememorando tanto? ¿Por qué está bien que alguien se estanque en ese rememorar y cuando sale a buscar un poco de sosiego es señalado como el más truhan?

 Como reflexión final invito a comprender las bases del dolor y las pérdidas. Con un análisis profundo y responsable. Luego dejar que esas lágrimas se columpien por nuestras mejillas, aunque estemos en una cafetería. Y después plantearse la posibilidad de “matar al marido”. Claro que no literal. Es en sentido figurado. Es decir permitirnos, por nuestro bienestar y el de los demás, la salida rápida. Si bien no está bien vista por la sociedad, nos hace bien.

Si pensamos en términos evolutivos, las pérdidas eran parte de la vida. Pasaban de largo. Cuando entendimos que perder alguien significaba menos comida y protección, entendimos que la muerte es cruel y despiadada. Pero los antiguos habitantes seguían caminando y buscando comida para sobrevivir. Con el devenir de las religiones antiguas, la muerte se ritualizó hasta llegar a estos días. Entonces no sería raro ver una persona que agarre la salida rápida, porque, si no, no sobrevive.


No hay datos históricos o no tengo citas para avalar lo que digo. Pero por lógica podría dilucidarse que la historia fue así. 


SALUDOS!!!

 

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