Minimicemos el dolor: ¿Será posible?
I
Hoy a la tarde
estábamos mirando un poco de televisión con mi pareja. Entre besos y mi dedo pulsando
el botón para cambiar de canal, íbamos haciendo un zapping un tanto
verborrágico. Era tal la velocidad del zapping que el cambio entre todos esos
canales parecía armar un discurso: «Estamos-En presencia-Lados-Quien
quiere-Saber hasta-Platos de madera-Sí. Quiso mandar a un sicario-¿Podrá ganar?»
—Pará, pará ¿podés volver? Poné el canal
anterior. No ese no. Anda adelante. Sí, sí. Ese —dijo ella con la voz un poco
encolerizada al ver que yo no podía concretar su pedido.
Lo cierto es que entre la vorágine de
canales había uno que anunciaba algo interesante en el corto lapso en que les
permitíamos a cada canal de televisión hablar. En ese breve tiempo en que
esbozaban tres o cuatro palabras hubo uno que dijo algo interesante.
Miramos y escuchamos con detenimiento la
noticia de una mujer que fue filmada por una cámara oculta del FBI. Vimos cómo
metódicamente un agente del FBI, caracterizado como un sicario, aceptaba la
oferta de una mujer —a partir de ahora llamaremos a la mujer como “Lily”— para
realizar un trabajo: matar al esposo.
La noticia transcurría en EEUU, patria de
personas que, nosotros los latinos, los miramos con un poco de extrañeza. No
nos importa su idioma exacerbado, sus ropas largas, sus cadenas angostas y
pesadas de oro —ellos dicen que es oro puro—, o sus cientos de vejámenes contra
la humanidad. Espero, señor lector, que haya comprendido la ironía.
En EEUU conviven muchas clases y corrientes
de pensamiento muy distintas a las nuestras. Un hombre puede aniquilar con
total libertad a centenares de personas y luego de ser condenado, se filma
la película de este loco. Las películas
siempre son taquilleras y recrean exactamente cómo este maniático con problemas
en su familia, que sufrió todo tipo de abusos y vejámenes en su vida, entra a
una sala de cine, con una ametralladora. Sí, sí, ¡con-una-ametralladora! Entra
bajo la mirada cómplice de vaya a saber quién. Entra sin que a nadie le llame
la atención de que porte una ametralladora. Si, si, una ¡Ametralladora!
El desenlace de esta breve historia es
obvio. Mata a todos y va en cana. Pero a ellos, los estadounidenses, esto les
parece sensacionalista. Creen que destapan la historia de vida de una persona
que ha sufrido y ¡paf! Convierten a este joven en un mártir que ha matado a
cientos de personas bajo la voz de un dios del consumo llamado “capitalismo”.
Su reivindicación es en las mejores salas de
los cines. Se pueden ver los efectos de la ametralladora con una nitidez o en
un 3D impecable. Y seguro algún familiar desde la butaca dice con cierta risa
socarrona « ¡Ese loco ha matado a mi tío! ¡No puedo creer que mi tío esté en
una película! ». Cuanto cinismo.
En fin. Lily hablaba de matar a su marido.
Pero prefirió encomendárselo a un sicario. Recuerden que el sicario era agente
del FBI y que salió escrachada y ahora debe estar contando los barrotes (ya
tengo clichés de película yanqui).
Lily daba hondas explicaciones al sicario de
por qué había tomado esta determinación y se la comentó en pocas palabras. Lily
contaba que para ella había sido una decisión hartamente pensada y difícil.
Estuvo muchos años meditando y por fin se decidió. Expuso, con lo que para mí
fue un atino increíble y luego explicaré por qué, que prefería una salida
rápida. Prefería ahorrarse a ella el dolor de decirle a su esposo que quería el
divorcio y la confrontación del mismo, le ahorraba a su marido el dolor de
tener que oírla diciendo que su amor ya no era el mismo y todos esos clichés.
Se ahorraba las explicaciones a su familia, a sus amigos y a sus compañeros de
trabajo de por qué lo había dejado. Ni que hablar de aquellos que indagan hasta
el hueso los porqués de cada cosa. En definitiva ahorraba explicaciones y
dolor.
Pero aquí se plantea lo más jugoso de la
nota. Claro no lo plantean los periodistas. Si no yo. No planteo el asesinato
como solución a todos los problemas, algo más allá. Creo.
Mi pareja horrorizada al ver esto me dice:
— ¡Que hija de puta! ¿Cómo va a mandar a
matar al marido? Por qué no le dice que quiere el divorcio y listo.
— Creo que tiene razón. No lo veo tan mal
—dije. Y al decir esto me gané una mirada enemiga por parte de mi pareja.
— ¡Ay! No puedo creer lo que estás diciendo
—exclamaba suspirando. Como si esta respuesta hubiese sido la peor declaración.
No voy a evitar confesar que estuve varios
minutos explicándole a mi pareja que yo no estaba a favor de matar alguien, o
de lo que bien dijo Lily: la salida rápida. Hasta que entendió que yo no le
mandaría un sicario el día de mañana pasaron varios minutos y algunos besos
¿por qué no? Si nos queremos y cualquier momento es una excusa para demostrarle
que la quiero, incluso los más inoportunos. Y hasta los más inoportunos son los
mejores porque ayudan a salir de cualquier entredicho. Tome nota lector. Esa es
una gran estrategia.
II
Creo aquí nace el eje central del debate:
dolor y muerte. O quizás, mejor todavía: dolor y pérdida.
Todos queremos ganar, nadie perder. Todos
queremos alegría, ninguno dolor. Eso está claro. Pero hay circunstancias en la
vida que nos obligan a hacer un cóctel de emociones: Pérdida y alegría o Ganar
y alegría.
NOTA: Pérdida y alegría: son esos casos en donde
una madre sabe que su hijo se va a trabajar al exterior para ganar más dinero y
siente ese dolor que es esa pérdida. Sin lugar a dudas la madre quiere que el
niño crezca, pero se va. Sabe que volverá. Pero está, sin dudas, alegre por ese
crecimiento.
Ahora nos enfrentamos a algo más complicado
que es la relación entre la muerte y el dolor. No lo es para algunos, pero si
es complicada su resolución. Lo que plantea esta mujer es un dilema moral y ético
que excede nuestras aristas. Lo vemos desde nuestro sillón y el hecho de
“aminorar” el dolor matando a ese ser que puede generarnos dolor, nos es
imposible concebirlo.
Sin ir más lejos a mí me pareció una decisión
totalmente acertada una vez que comprendí los motivos. Porque la mujer elegía
entre su bienestar en todas las capas de la vida y en todos sus ámbitos a un
costo alto.
No avalo, evidentemente, que se mate a otra
persona. Pero el debate se esgrime en este punto: por qué nos es imposible que
otra persona erradique su dolor tras una pérdida. Por qué debemos endilgarle
todo el dolor y pedirle, casi de
rodillas, que sufra. Que sufra por qué eso se sufre sí o sí. Casi como si la
cultura te pidiera a gritos que después de velar a tu hámster no comas lechuga
porque simboliza la ofensa hacía el dios del hámster y vaya a saber uno cuantas
cosas más. No nos cabe la idea de que alguien, ante la pérdida, no sufra. De
hecho lo miramos y decimos “que maleducado, ya está con otra mujer, su esposa
murió hace tres meses”.
Ahora los pongo en el plano contrario. Un
hombre que lleva tatuado el lema “sufriré lo que necesite”. Casi que se propone
a sí mismo lagrimear en una cafetería con tal de mitigar su dolor. Y muchas
veces a nosotros, como espectadores de ese llanto, nos genera cierto malestar.
A veces con desatino le decimos “Ya está. Ya pasó. Esto es lo natural. La gente
se muere” y sentenciamos casi con hidalguía “superalo”.
¿Qué paso? ¿Soportamos que el semejante
sufra o no? ¿Entendemos el dolor ajeno y el propio? ¿Entendemos que alguien
este triste? ¿Entendemos esas decisiones que hacen los demás con tal de mitigar
su dolor? Yo creo que no.
No estamos preparados para el dolor. La
evolución olvidó desarrollar la capacidad para afrontar y entender el dolor
ajeno y a veces propio. No generalizo.
Volviendo al caso. Lily planteaba este
dilema: ¿me permito a mí y a él eliminar el sufrimiento y el dolor tras una
pérdida? Muchas veces uno se para frente a las decisiones de los demás y no
entiende el por qué. Pero todo se trata de alejar el dolor. La pregunta que
ahora me hago es por qué no afrontamos el dolor con el respeto que merece, pero
seguimos. Por qué una pérdida es capaz de aniquilarnos por unos meses. Nos
paraliza. Nos deja quietos sin entender por qué la vida fue tan injusta con
nosotros. A veces no sería más fácil “matar al marido, en vez de pedir el
divorcio”
¿Por qué nos estancamos y no nos permitimos
matar al marido? Porqué esta socialmente mal visto. Creo que en parte sí.
Aunque cada uno aporta una gran cuota.
III
Para aquellos escépticos que están leyendo
esto y reniegan de las bondades de la famosa “salida rápida” o cómo lo estamos
llamando en este caso “matar al marido”, les confieso que hay atajos y atajos.
Cuando pensé esta pseudo-teoría sobre el
dolor humano y sus entreveros, también consigne que no tengo en cuenta casos de
atajos que sirvan de escape a las obligaciones.
Para explicar esto voy a proponer un
ejemplo. Hoy a la mañana iba al médico en el auto. Mi papá manejaba y yo iba en
el asiento de atrás y mi mamá oficiaba de acompañante. Mamá hacía un comentario
para cada evento que desentonaba de ese rutinario itinerario. Había un eterno
embotellamiento lo que hacía que esos comentarios tengan que ser, casi como una
obligación, más a menudo. Hacía comentarios como si su trabajo o el bienestar
de todos dependiese de eso: enseñarnos los defectos de la ciudad.
— Mirá todas las calles rotas —decía mamá
señalando a través del vidrio que poco a poco se empañaba—. Mirá esos pobre
nenes. Este gobierno tiene esas cosas que me ponen… mirá mejor no lo digo
¡Están robando! Seguro que ese pibe que está corriendo se robó algo… ah no.
Estaba corriendo el colectivo.
Muchos de los comentarios eran al voleo y
casi por necesidad. Necesidad de rellenar un espacio que ni mi papá ni yo
estábamos dispuestos a llenar. Porque hablar a las nueve de la mañana no era
cosa que nos agradara.
Mi mamá subía y bajaba el vidrio de su
ventana para desempañarla. Todas esas gotas y esa capa grisácea adherida al
vidrio se iban de repente cuando mi mamá bajaba la ventana por completo. Volvía
a subir la ventana con el botón y, por arte de magia, la ventana estaba libre
de todo empaño. Esto permitía que se nos revelara la ciudad con mucha más
claridad.
Vimos a un pibe joven. De unos veinti-pico.
El muchacho sostenía con una de sus manos una manguera que expelía agua hacía
toda la vereda. No hizo falta más tiempo para dilucidar que era el encargado de
ese edificio.
Mi mamá, encargada y jefa de los comentarios
matutinos dijo:
— No entiendo. Este pibe con esa manguerita
está empujando las hojas. Por qué no llena un balde o dos a lo sumo y listo.
Corre todas las hojas de un soplido y santo remedio. Pero claro no lo hace
porque es más trabajoso y como seguro habrá salido la noche anterior de joda.
Mirá las ojeras. Claro ahora comprendo. Este salió de joda.
No sé cómo mi mamá fue capaz de enarbolar
tantas teorías en un microsegundo. Me sentí superado por algún momento. Debo
confesar que paso meses en analizar cada tema. Mi mamá en pocos minutos supo
que estaba haciendo su trabajo mal, propuso un método más eficiente, dedujo que
era haragán y que la noche anterior salió con sus amigos.
Entonces acá nos encontramos con la otra
arista de “matar al marido”. A esta pequeña teoría la llamaremos “empujar las
hojas”. No son muy ingeniosos o rebuscados los nombres pero ni Sartre tuvo
tantas agallas para nombrar teorías con nombres así.
¿Qué quiere decir esto? ¿Por qué empujar las
hojas?
IV
Antes hablábamos de las salidas rápidas y de
cómo muchas veces está mal visto que seamos “ventajeros” para paliar un poco el
dolor o de angustia. Para gran parte de la sociedad debemos sufrir sorbo a
sorbo el dolor tras una pérdida. El ciudadano a pie —como es conocido usted—
diría « ¿este tipo pierde un familiar y se va a bailar? Querido anda a hacerle
el velatorio. Tené un poco de respeto a la memoria». Lo cual es cierto pero no
tanto.
Antes mencionábamos todo esto y entonces
propuse la posibilidad de que hay “salidas rápidas y salidas rápidas”. Y es en
este momento dónde entra en juego la anécdota del joven encargado. No podemos
muchas veces escapar a nuestras obligaciones para encontrar sosiego. Entonces
encausamos nuestras conductas hacía el facilismo y nos decimos a nosotros mismos
el famoso “si total…”. Una frase que forma parte de nuestro léxico cotidiano.
Una frase que muestra nuestro bajo compromiso y lo que estamos dispuestos a
hacer con tal de no responsabilizarnos.
El joven habrá dicho «para que voy a llenar
dos baldes, agarrar una escoba si total puedo usar la manguera para hacerlo».
En efecto. Es un patrón normal y entendible.
Acá radica la distinción entre tratar de
subsanar de alguna manera las heridas tras una pérdida y otra es hacer las
cosas con el mínimo de esfuerzo para sacar provecho de las situaciones. Son dos
cosas distintas.
“Matar al marido” corresponde a aquellas conductas
que hacemos para mitigar el dolor. No está mal. Porque tampoco es justo que
vivamos sufriendo y mastiquemos el dolor. Hay que seguir adelante. El ejemplo
clásico es cuando mi abuelo, tras la muerte de mi abuela, su esposa de toda la
vida, decidió, a las pocas semanas, buscarse otra pareja. Al principio nos
pareció una burla. Con el tiempo entendimos que cada uno tiene derecho a vivir
su vida si no lastima a nadie. Además hay que saber que cuando uno señala hay
tres dedos que nos señalan a nosotros.
“Empujar las hojas” es esa actitud casi
soberbia y ventajera que tenemos. Que no se busca mitigar ningún dolor. Se
busca desatender las obligaciones para seguir durmiendo aunque sea quince
minutos más. No digo que esté mal. Pero que no se queje cuando lo echan y
contratan a una persona oriunda de China o Japón cuyas culturas se orientan al
trabajo casi esclavo. Cuando hacemos esto lo que queremos es aminorar esfuerzos
y desligarnos de nuestras obligaciones. No creo que ningún dolor se mitigue.
V
Hubo dos grandes libros que leí y que tocan
de cerca estos tópicos: Crimen y castigo
(Dostoievski) y Un mundo feliz
(Huxley). El primero habla de la culpa y cómo una persona la afronta. El
segundo cómo la felicidad a través de fármacos termina siendo un problema, con
la eliminación del dolor la existencia se vuelve sin sentido.
En Crimen y castigo Raskolnikov (el
protagonista) comete un asesinato para subsanar su situación económica. El
dolor, la culpa y la desazón con las cuales se ve imbuido el protagonista le
hacen replantear temas existenciales. En donde casi que recibe al dolor como un
merecimiento y como lo justo por haber cometido tal asesinato.
En Un mundo feliz la población utópica ha
tomado como idiosincrasia la eliminación del dolor por medio de fármacos
—Huxley llama a estos fármacos soma—. La vida es perfecta: nadie envejece,
todos son felices, todos contribuyen a la sociedad de acuerdo a lo que el
gobierno prefiera. Porque cabe aclarar que en esta sociedad el gobierno
programa genéticamente a las personas para que nazcan para determinada labor.
Lo cual todo desencadena en una vida sin sentido y rutinaria. Pero los
habitantes no lo notan. Lo nota una persona que llega a este mundo proveniente
de “el mundo antiguo” (es decir el mundo actual en que nosotros vivimos,
nuestra realidad). La confrontación entre: la felicidad inducida y entre el
sacrificio eterno, hacen que el forajido no conciba este nuevo mundo como algo
bueno.
Esto plantea un nuevo análisis, un nuevo
puntapié inicial. Salvando las enormes diferencias. Aquí se plantea: felicidad
extrema o dolor extremo ¿Qué debemos aceptar como paradigma? ¿Cuál de estas dos
estratagemas? Creo que no hay respuesta acertada. Tratemos de acercarnos aunque
sea un milímetro a la mejor respuesta.
Sufrimos la pérdida, de cualquier índole.
Esto nos genera una enorme desazón. Ahora apliquemos la felicidad extrema.
Tratemos de afrontar esto de una forma tal que el dolor quede totalmente
erradicado. Consumamos algún fármaco para poder amortiguar la caída. Dejemos
los velatorios, los pañuelos y las lágrimas para los tontos. Miremos horas y
horas de series o películas de humor. Riamos hasta el hartazgo.
Vayamos al trabajo y ante la pregunta
intempestiva de un compañero respondamos de la forma más agresiva. De manera tal
de extinguir cualquier duda sobre nuestro estado de ánimo: somos hierro.
Como vemos no cabe lugar para nada. Las
pérdidas no son pérdidas, sino un número. El dolor no se afronta con pócimas
alquímicas o recetas de cocina. La única verdad es que no podemos evitarlo.
Pero evitarlo de manera forzada no arregla las cosas.
Hay que recibirlo. Leer qué es para nosotros
esa pérdida y configurar ese nuevo mapa. Asumir el dolor y hacer el duelo que
necesitemos. Sin importar la mirada atenta de jefes y compañeros chismosos.
Afrontarlo de la manera más adulta, porque
esta es la forma de superarlo y aprender. Ahí está el quid de la cuestión. En
aprender. Evitarlo no demuestra un crecimiento. Evitarlo demuestra las pocas
herramientas que tenemos para afrontar los problemas. Evitarlo demuestra lo
desnudo que se está.
Ahora crucemos la vereda, veamos el dolor
extremo.
Sufrimos una pérdida, de cualquier índole. Esto
nos genera una enorme desazón. Lo afrontamos entendiendo que el dolor nos
embandera. Que el dolor es nuestro leitmotiv. Lloremos descarnadamente en el
velorio, en lo posible golpeemos con el puño el ataúd y gritando “¡Por qué!”
repetidas veces (en el caso de que la pérdida sea la muerte de un familiar).
Cuando alguien nos venga a abrazar, aturdamos su oído con frases
ininteligibles. Que los mocos y las lágrimas nos desborden y hagan que las
palabras sean sordas.
Volvamos a nuestro hogar y tirémonos en el
primer sofá mullido que encontremos. Pensemos. Recordemos los buenos momentos. Sintámonos
culpables. Recriminémonos una y otra vez las cosas que pudiéramos haber hecho. Sometámonos
a la culpa y no hagamos nada durante el día o la noche.
Paguemos infinitas sesiones de psicología y
en cada una de ellas repita “fue mi culpa”. El psicólogo tratará de invertir su
postura, pero niéguese rotundamente.
En el trabajo miremos la computadora o los
papeles como si la cara de nuestro difunto se dibuje allí. Que las lágrimas
mojen los papeles y que la tinta se corra. Hagamos que nada se lea. Que las
horas sean un tormento y que los días no se acaben. Cuando un compañero venga a
hablar trague la congoja y hable como si la angustia todavía le estuviera
carcomiendo las cuerdas vocales.
Vuelva a su casa. Échese en la cama. Siga
llorando.
Esta faceta extrema nos hace ver que no es
nada positivo. El dolor que se encarna desde la negación suele dejarnos en el
mismo lugar, pero esta vez es peor, porque nos deja en un lugar de víctimas y
vamos a la vida con esa mirada.
Afrontar las cosas como víctima, como cuando
a alguno le roban y se siente desnudo en la avenida y llora: se siente como un
niño.
Afrontar las cosas desde esta óptica nos
paraliza. Hace que nos quedemos en el lugar. No queremos tirar los dados porque
jugar nos da la impresión de que vamos a perder de vuelta. Y no estamos
preparados para otra pérdida.
A veces se tiran los dados, las cartas no se
miran, se compran cartones en el bingo con la conciencia de que perder es parte
del juego y arriesgarse le da pimienta. No tiene sentido entrar al bingo y
pedir los cartones ganadores. Probablemente te miren y te digan «No vas a creer
que te la dejo fácil. Ganame». Porque una vida de fáciles logros y de penas
prolongadas aburre, cansa y hacen que uno no entienda a qué viene todo esto.
No digo que busquen el camino más difícil.
Hay que buscar el camino correcto.
Volviendo al tema. Expusimos dos puntas:
felicidad extrema y dolor extremo. Ambos son nocivos para la vida. Y aquí es
donde cabe mejor la teoría de “matar al marido”.
Sin ir más lejos cuando las pérdidas son tan
significantes, el dolor extremo y prolongado no es una buena respuesta. Es ahí
donde hay que plantearse si vale la pena un poco de quietud y sosiego. Hay
decisiones que siempre estarán en la mira de algunos facinerosos, pero no por
eso pierden validez. Como bien dije el ejemplo típico es cuando un viudo va a
la búsqueda de otra pareja a los pocos meses de haber fallecido su esposa. Yo
me pregunto ¿Debemos honrar la memoria por los siglos de los siglos amén? ¿O
debemos congraciar en vida a las personas y no vivir rememorando?
Es curioso. Porque se festejan cumpleaños
con mucha algarabía, pero el resto de los días se los tiñe de olvido. Muchos lo
hacen y lo hacemos. Le damos entidad a fechas específicas y al resto de los
días “si te he visto no me acuerdo”.
Entonces ¿qué es lo que estamos rememorando
tanto? ¿Por qué está bien que alguien se estanque en ese rememorar y cuando
sale a buscar un poco de sosiego es señalado como el más truhan?
Como
reflexión final invito a comprender las bases del dolor y las pérdidas. Con un
análisis profundo y responsable. Luego dejar que esas lágrimas se columpien por
nuestras mejillas, aunque estemos en una cafetería. Y después plantearse la
posibilidad de “matar al marido”. Claro que no literal. Es en sentido figurado.
Es decir permitirnos, por nuestro bienestar y el de los demás, la salida
rápida. Si bien no está bien vista por la sociedad, nos hace bien.
Si pensamos en términos evolutivos, las
pérdidas eran parte de la vida. Pasaban de largo. Cuando entendimos que perder
alguien significaba menos comida y protección, entendimos que la muerte es
cruel y despiadada. Pero los antiguos habitantes seguían caminando y buscando
comida para sobrevivir. Con el devenir de las religiones antiguas, la muerte se
ritualizó hasta llegar a estos días. Entonces no sería raro ver una persona que
agarre la salida rápida, porque, si no, no sobrevive.
No hay datos históricos o no tengo citas
para avalar lo que digo. Pero por lógica podría dilucidarse que la historia fue
así.
SALUDOS!!!